Tuesday, December 12, 2006

UNA FRACTURA MÁS GRANDE.


Aparecemos en la exposición de Alfredo Jaar en el Edificio Telefónica. Rodrigo Molina y yo no podemos creer que haya muerto Pinochet. Minutos antes, desde Los Andes llaman a Rodrigo y le avisan del deceso. Son las tres de la tarde y hace un calor de infierno.

Mientras comemos un completo insalubre en el clásico Venezia del Barrio Bellavista, especulamos las reacciones y las medidas del gobierno, escuchamos las bocinas y la gente celebrando en la calle. Estamos en un barrio amigo y casi todos están contentos.

Veinte minutos más tarde estamos de vuelta en Plaza Italia. Todo Chile está concentrado en dos puntos: el Hospital Militar y el ombligo de Chile donde estamos nosotros. La gente grita, lanzan papeles de los edificios y carabineros, que en un momento trató de empujar a la multitud hacia la calle Vicuña Mackenna, quedó atrapada entre una muchedumbre que crecía por minuto.

Una escena. Un joven con un pañuelo rojo del FPMR al cuello extiende la mano a un carabinero, este lo mira desconfiado, se saca el guante y estrecha la mano del joven de forma afectuosa.
Otra escena. Dos señoras mayores comentan incrédulas que uno de los carabineros encargados de mantener el orden murmura entre dientes: “saltaría si pudiera” en el momento que todos gritan “el que no salta está de duelo”.

Ya no sabemos que hora es, pero con Rodrigo seguimos la columna que decidió avanzar en dirección a la moneda. Estamos frente al Edificio Diego Portales y mi cámara registra cómo la multitud celebra en las escaleras que dan a la entrada principal del edificio. Una chica que graba a mi lado me comenta que es increíble, que es una procesión casi como las que se realizan en semana santa. La miro hablar y me parece radiante. Todo en este momento me parece radiante.
Rodrigo me hace gestos y se ve feliz.


Si esto es un Vía Crucis La Moneda es el punto culmine. No tengo más batería y trato de cargar mi cámara en un cajero automático. Aparece un guardia y piensa que estoy poniendo una bomba o algo. Me amenaza. Me dice que salga ahora o cierra la cortina metálica y exploto con todo. Trato de explicar pero no escucha. Salgo.

Al frente de La Moneda todos saltan y rien. Familias enteras se encuentran disfrutando del trozo de historia que les pertenece. Los niños preguntan los padres responden. Llega más gente. Esto es un mar de gente. Con Rodrigo nos miramos y notamos que este tipo de cosas no duran mucho. Ambos sabemos que debemos salir de ahí, Rodrigo me da una segunda predicción: la paz no dura mucho.

Antes. Mucho antes. Un día antes. Estamos afuera de la casa de Balmes el pintor. Tenemos una cita para entrevistarlo pero nadie sale. Balmes, tras un rato, nos habla por citófono y nos dice que no nos puede atender, que “Gracia está enferma y que están esperando al doctor” que “la otra semana puede ser”. Nos vamos sin hablar. Bebemos un shop en una fuente de soda en la Plaza Ñuñoa. Rodrigo me cuenta que escribió unos poemas, que uno de ellos lleva una imagen de Pinochet y que habla de la muerte de este. Me cuenta, con un poco de humor que un huaso le arrebató de las manos la única copia que tenía mientras recitaba en una tertulia en Los Andes. Rodrigo no se da cuenta –yo tampoco- pero acaba de hacer una predicción.

Estamos separados por un mar de gente. La moneda es inalcanzable y un par de manifestantes no entendieron el concepto. Los carabineros nos atacan con todo pero la gente es mucha. Pierdo a Rodrigo y entre la multitud aparece un tipo con la cabeza rota y al borde de la inconsciencia. La gente corre y tropieza con los árboles como si corrieran con los ojos vendados. El gas es fuerte y apenas puedo respirar, mucho menos ver. Un hombre quiere ir a enfrentar a los carabineros porque golpearon a su hijo. El niño no debe tener más de diez años y llora desesperado. La gente que antes celebraba se divide en dos grupos. Unos se esconden a esperar que pase todo para volver a salir, otros pelean. Yo me escondo. Se me viene a la mente el carabinero y el joven del FPMR. Pienso en sus manos estrechadas y no logro entender qué pasó. Encuentro a Rodrigo.

Es de noche. La Alameda es un campo de batalla que me gustaría haber filmado. Como nota mental considero comprar baterías de recarga para mi cámara. Rodrigo se devuelve a Los Andes y me pide que lo acompañe al Terminal Los Héroes. Estamos en el cerro Santa Lucía y no entiendo cómo le digo que bueno.
Cruzamos.
Mientras Santiago está en pie de guerra, Rodrigo y yo celebramos la oportunidad de haber estado juntos en un momento como este.
Mientras grupos de Punkies corren por el Paseo Ahumada armados con palos y cadenas, nosotros alucinamos con lo que le vamos a contar a nuestros nietos y nos reímos, pues pensamos que a lo mejor ni siquiera vamos a tener nietos.
Y, mientras intentamos llegar enteros al Terminal Rodrigo me dice que como él ve las cosas, esto siempre va a ser así; nunca vamos a acabar con esta fractura a no ser que ocurra una fractura aun mayor y que mejor estemos preparados. Yo lo miro, en silencio, y ruego a Dios que esto no sea una tercera predicción.

EL BAILE TRISTE.


La música electrónica, mejor dicho su movimiento, es triste. Levas de tipos y tipas se arrastran por las pistas de baile tratando de seguir el pulso frenético de los bits que un pobre individuo con vocación de demiurgo se esfuerza por amalgamar. Lo he visto. No es cuento.
Hace poco ocurrió el Love Parade, y digo ocurrió porque sin duda fue un suceso comparable a un movimiento telúrico, lo que –aun sonando a un excelente adjetivo- no se debió precisamente a la música. Los carros que algunas empresas proporcionaron para la “fiesta de la electrónica más grande de Sudamérica” sumado al saltar –ojo, dije saltar no bailar- de los asistentes provocó por momentos que la Alameda recordara el temido año ’85, pero esta vez con más moda, sudor y piel.
Y es que parece ser que dentro de ciertos círculos el espectáculo, el movimiento electrónico, funciona con todo el glamour que debería atribuírsele si se entienden los parámetros propuestos. Estos círculos se creen el cuento, se miran entre sus integrantes y se encuentran irresistiblemente modernos, cosmopolitas y por sobre todo vanguardistas por estar bailando los recalentados de un DJ traído directamente desde Barcelona, Ámsterdam, Paris o cualquier lugar fuera de nuestro país siempre y cuando suene interesante.
Por lo mismo el Love Parade es extraño, y quizás sea eso lo que le proporciona el total de su valor. En esta fiesta los círculos se abren, posan, se visten raro y bailan aún más raro, pero rodeados de gente que jamás tendría la posibilidad de compartir con ellos ese espacio de música, de baile o saltos en otro contexto que no fuera el carnaval. Lo exclusivo se abre y por un momento se roza de manera literal con una piel más oscura, más áspera, menos glamorosa, y entre los comentarios chic se dejan escuchar los garabatos gangosos de un negativo al que le temen.
El Sábado fue eso. Improvisadas pistas de baile se abrían por derecho propio sobre paraderos, techos de edificios o quioscos y en ellas se mezclaba todo, se mezclaban todos. Ahí no se saltaba, ahí se bailaba y se bailaba chistoso, seguro o sensual, porque de abajo –los que sí saltaban- estaban mirando, estaban juzgando. Todos instalaban su pequeño reino, todos se apropiaban del espacio público y convivían con otros a los que el espacio también les parecía el adecuado. Rubios, altos, morenos, castaños, gordos, flacos, pobres y ricos se contorsionaban en un momento que –se les notaba- creían de suma elevación, pero que indefectiblemente estaba condenado al fracaso, como si un reflejo de nosotros mismos, de nuestra imagen de país desarrollado a medio pelo, se filtrase en espacios donde según se dice "solo debe reinar la música".
Para ser más claro una escena. Sobre el paradero al frente del Jaque Matte, unas chicas delgadas, blancas, rubias y borrachas, bailaban al son de un camión auspiciado por Cat, todos miraban todos aplaudían. Más tarde subieron unas chicas ya no tan delgadas, más morenas, con tatuajes mal hechos pero igual de ebrias. Todas bailaron. Todos aplaudieron. Minutos más tarde el caos: las chicas rubias se desperfilaron y se bajaron, subieron los novios de las chicas más pobres y bailaron casi como si quisieran derribar el paradero sobre el público que absorto coreaba “piteate un flaite” mientras el punch del camión aportaba con lo suyo. Los pobres bailarines se sintieron aleonados y bailaron con más ganas. Yo me acorde de la película Estudio 54 y la escena donde uno de los meseros es invitado a una cena exclusiva para refregarle en la cara su ignorancia.
Otra escena. Al frente del edificio Portales una chica con su novio –ambos físicamente impecables- bailaban a un público que les pedía menos ropa, más contorciones, más caricias. Los tipos se entregaron por entero y mostraron todo lo que se puede mostrar de forma sensual y elegante. Cuando decidieron dejar su show y bajar, fueron agredidos con una lluvia de botellas que un grupo de tipos –estos verdaderamente “flaites” armados y todo- empezaron a lanzar con una felicidad a todas luces enfermiza. Los chicos sensuales salvaron ilesos pero uno de los acompañantes fue alcanzado por una botella y se desmayó, los proyectiles, lejos de disminuir, aumentaron con rabia.
Parece ser entonces que hay ciertos sectores que no están preparados para su encuentro, su convivencia. Parece ser que a pesar de las buenas intenciones y la música “que todo lo puede”, en nuestras parcelas socioeconómicas o culturales, no se acepta a nadie distinto a nosotros. Parece ser que los círculos sociales –altos o bajos- si se abren y cohesionan, aunque solo sea un poco, son, a la hora de separarse, repelidos con fuerza y violencia. Parece ser que el Love Parade, entre otras muchas cosas, es la primera instancia de encuentro entre los que posan de chic e interesantes y los que por otro lado lo hacen de malos, duros y violentos.
Otra imagen –la última. Una pareja de chicos vestidos a lo “Sound” se bajan de un taxi a las tres de la mañana en la esquina de Cumming con Catedral. Discuten con el conductor, amenazan de muerte y escupen. El taxi se va, ellos quedan solos. Es Domingo y no hay locomoción. Discuten con una voz gangosa su suerte y la chica golpea a su novio, acto seguido rompe a llorar. El abrazo, un largo abrazo, fue el más tierno que he visto en años.

LA BOCANADA ANTES DEL GRITO.



Santiago de noche. La ciudad como un pulmón sosteniendo la bocanada antes del grito. Son las cuatro y media de la madrugada y hace cerca de media hora viajaba amenazado de muerte en un bus pirata que tomé desde la Alameda. Es viernes y el centro de Santiago está movido. Ahora estoy en la periferia y por suerte los tipos alcoholizados o ensangrentados quedaron atrás como un recuerdo extraño.
Camino por un lugar indefinido de Maipú, una villa como tantas otras erigidas en serie, impersonales y silenciosas. Imagino la cantidad de cuerpos en posición horizontal que se encuentran distribuidos a mí alrededor, como si de un gran cementerio se tratase, y se me viene a la mente la noche tranquila que pasé hace algún tiempo con unos amigos dentro del cementerio de Playa Ancha en Valparaíso. Nada más parecido.
La calle está vacía y solo se une a mí un perro blanco. Cruzo avenidas con nombres de poetas y por más que trato de retener el orden no lo consigo. Al llegar a la calle Roque Dalton diviso un grupo de tres figuras que caminan resueltamente hacia mí mientras noto que el perro blanco inexplicablemente desaparece. Las figuras se materializan en la forma de tres amigos que no veía hace por lo menos tres años y no logro explicarme que es lo que hacen aquí, a las cuatro de la mañana, en un entramado de calles que jamás tuvieron nada que ver con su itinerario natural. Cruzamos palabras y ellos me explican que en tres años pasan muchas cosas, yo les pregunto a modo de broma si es que están muertos, si es que me vienen a buscar; no responden pero comienzan a caminar en mi dirección mientras les digo que debo llegar a Cerrillos y que desde donde estamos calculo unos dos kilómetros. Ellos me ofrecen compañía silenciosa y yo acepto asustado.
Una hora después, sin entender muy bien cómo, llegamos a mi casa en Cerrillos, ellos se despiden y me dejan en la puerta, pero justo un momento antes de emprender la retirada y mientras yo esbozo un gracias, el más alto, P, se gira y me golpea en la boca del estómago, y me sostiene delicadamente mientras me desplomo en la puerta de mi hogar, preocupándose hasta el último momento de que no me golpee la cabeza; luego la imagen se va a negro.
Es de mañana, nadie de mi familia puede explicarme cómo entré, pero amanecí en mi cama, completamente desvestido y cubierto hasta la cabeza solo por una sabana. Me siento muerto, me siento con menos ánimo y recuerdo un par de cuentos de vampiros, y finalmente decido dormir todo el día, soñar con Santiago, de noche entre brumas, soñar su periferia, cuidada por esas tres figuras, esos tres amigos fríos, esos tres amigos muertos.

LOS TRES CHANCHITOS.


Desde el interior de la casa de ladrillo, desde el sofá compartido de mala gana con sus dos hermanos chanchitos, él, el chanchito mayor, el orgullo de mami, piensa que quizás no debió haber invertido tanto tiempo en construir un hogar sólido que nada ni nadie –ni siquiera el lobo feroz que está afuera soplando y soplando- pueda destruir. Desde el sillón donde con sus dos hermanos disfruta del embobamiento de la televisión y la ilusión de seguridad, él, el más responsable de los tres chanchitos, cree que sería mejor estar en ese mismo momento a la intemperie, perseguido, asustado y mojado por la lluvia que ha comenzado a caer, la que puede sentir apenas por el golpetear de las gotas en su sólido techo, por el chisporrotear de las mismas en el fuego de la chimenea, y por el chapotear de las pisadas del lobo que ha dejado de soplar y ahora intenta desesperadamente echar la puerta abajo a efecto de golpes y patadas. Desde el sillón donde se encuentra, y mientras ajusta su bata, el mayor de los chanchitos reza, sueña e implora que alguna de las conexiones eléctricas haya quedado defectuosa, que eso provoque un cortocircuito, y por consiguiente un fabuloso incendio; así sus ignorantes y conformistas hermanitos sabrían algo acerca de la vida y sus leyes naturales; así él y sus hermanitos estarían obligados a enfrentarse a los elementos y a un lobo que bueno, mojado y famélico, aún debería ser feroz; así, la comodidad no sería el sedante que los tiene tirados en ese sillón incapaces de ir a buscar más bebidas o Doritos , y lo interesante estaría ocurriéndole a ellos, no a unos personajes dentro de la televisión. De ser como imagina, serían por fin los tres chanchos a secas, maduros y todo. Pero él sabe, él está perfectamente consciente de que no es posible; de que sus instalaciones eléctricas están en perfecto estado; de que si algo ocurriera el interruptor automático saltaría de inmediato, y de que la amenaza del lobo solo durará hasta que llegue la empresa de seguridad ciudadana que acaba de llamar.Desde el sillón junto a la chimenea, en compañía de sus dos hermanos, el mayor de los chanchitos se acomoda, hunde su cabeza en la bata y se propone disfrutar de la seguridad, del confort y de la inconsciencia que solo un horrible programa de TV puede dar.

RELATO MELOSO.


A él, a F, lo conocí porque no había otra opción. El tontito me vió y quedó pasmado, me saludó con su habitual cara de nada pero se le notaba el nerviosismo en sus ojos, o mejor dicho en su gesto. Creo que tiene que ver con un problema sanguíneo, lo ví en un canal del cable, la cosa es que siempre que está nervioso se le ponen las mejillas rojas.
En esa época yo estaba pololeando con un chico que había llegado un mes antes y era amigo de uno de mis compañeros más antiguos. Aunque F no me gustó desde el inicio -en verdad nunca me gustó del todo- este chico con el que andaba se puso super celoso y yo creo que eso provocó que me gustara o que llegáramos a pololear, no con el chico sino con F.
Él, F, fue mi primer verdadero amor, leíamos juntos "Confesiones de una pulga", ese libro picarón en que una pulga cuenta cómo una chica de unos dieciséis o diecisiete años tiraba con un chico, luego con un fraile y después... no me acuerdo con cuantos más. Terminábamos super calientes pero él nunca me puso una mano encima hasta que yo lo dejé, aunque cuando leíamos yo igual quería pero como que no se daban las cosas porque no éramos nada. Pero después fuimos. Un rato. Lo que pasa es que pasamos todo un año juntos, y como que yo dependía de él. En esa época era muy tonta. Virgen y tonta.
Con él solucioné la primera condición, y la segunda se solucionó leyendo a keruack –cortesía de mi padre- y algunos otros; aunque pensándolo, las burlas constantes de F pueden haber tenido más influencia sobre mí que mis lecturas iniciaticas, no sé. Ahora tengo un auto, en ese tiempo no me atrevía a salir sola a la calle. ¿Eso influye no?
Como sea, yo como que necesitaba un poco de él y a él se le notaba que necesitaba de mí siempre, pero éramos orgullosos. Nunca nos llamamos por teléfono, y si lo hacíamos era por muy poco tiempo y solo preguntaba o le contaba lo justo y necesario. Yo creo que lo que nos mantuvo tanto tiempo juntos (no como pareja porque eso duró lo que tuvo que durar y aunque siempre fuimos como una pareja de pololos solo tuvimos sexo en contadas ocasiones), era que discutíamos por todo, todo el día, y llegábamos a muy pocos puntos en común, aunque no porque no los tuviéramos, sino porque... no sé, como te dije, él era un poco tierno y tonto, pero más tonto, y yo era tonta en esa época; todos se reían de mi y yo tenía problemas en la casa y me cargaba todo menos él.
Ahora no lo he visto, pero lo que nos separó fue que no teníamos como juntarnos, yo era rara y no salía a la calle. Una vez nos juntamos en el mall, pero a parte de eso nunca asistí a ninguna de nuestras citas porque no me sentía segura. Igual siempre nos vimos en el colegio, pero cuando llegaron las vacaciones hablábamos como una hora diaria por teléfono y no nos juntábamos nunca hasta que no me acuerdo quién de los dos se aburrió. Cuando volvimos a clases yo no le hablé porque él tampoco me hablaba a mí.
El Carlos, un compañero, se reía siempre y cantaba canciones cuando estabamos juntos, de esas como "Mí loco amor de verano" o "Golpes bajos..." de un cantante ... Paolo no se qué. Al final todos le preguntaban a él, al tontito, que si seguíamos y a mí también. Yo respondía que dependía de él, pero una vez, cuando salía del casino, creo que el segundo o tercer día, una profesora que a él le gustaba, y yo creo que él también le gustaba a ella, le estaba preguntando muy de cerca qué era lo que pasaba entre los dos y, como estaba de espaldas a mí, él le dijo que sencillamente ya no había nada entre ambos. La profesora desvió la mirada hacía donde yo estaba y se rió antes de irse. Al recreo siguiente hablamos y yo le dije que ya nada, ya nada. Entonces seguimos como amigos y contra todo mí orgullo le rogué que me dejara sentar a su lado de nuevo, él accedió y la relación continuó durante mucho tiempo pero no fuimos nunca más pololos declarados. A pesar que tirábamos de vez en cuando jamás fue lo mismo.
Cuando ya estabamos en cuarto medio, al colegio llegó otro tipo que me gustaba pero solo podíamos conversar; teníamos algunos acercamientos pero nunca estuvimos solos porque era de tercero y su sala nunca estaba sin alumnos. La de nosotros era más tranquila. El curso salía cuando tocaban para el recreo y yo con el tontito nos quedábamos encerrados haciendo cosas: me chupaba las pechugas, yo le metía la mano debajo del pantalón y eso.
Todo terminó un día que estábamos todos juntos –todo el curso- en una tocata del grupo de P el amigo de mi primer pololo, ese que conté al principio. El tontito también estaba ahí. Era una gran fiesta en un galpón que el papá de uno de los niños facilitó. Tocaron todos y F no me despegó la mirada en toda la noche; yo lo sabía y me hacía de rogar. Intentó acercarse en varias ocasiones pero me hacía la desinteresada y dos o tres veces lo dejé hablando solo. Al final, cuando ya quedaba menos gente, y los que aun se mantenían en el galpón estaban en los rincones, alcoholizados, yo seduje al baterista del grupo y comenzamos a besarnos delante de él, de F. Entre un beso y otro él desapareció. Yo por dentro sabía que estaba rompiendo un trato importante pero decidí no pensar en ello y disfrutar del momento: carpe diem, como decía el profe de castellano, carpe diem.
Cuando salí del rincón donde estaba con el baterista me puse a buscarlo y no lo ví hasta después de un rato en que volvió con los ojos rojos: había llorado, estoy segura. P estaba nervioso, a él siempre le interesó que el curso estuviera junto; era algo así como el líder y el mejor amigo mío y de él, por lo que su posición era difícil: el baterista con el que yo estaba también era su amigo de años y estaba super entusiasmado conmigo así que P no podía decirle nada.
Él – F, no el baterista- y P conversaron largo rato en un rincón y el resto de mis compañeros apenas me hablaba, pero, como dije antes, eso no me importaba mucho; la cosa es que tuvimos que irnos juntos y F me trataba de contestar las preguntas que yo le hacía respecto a naderías de la forma más digna posible, pero era inevitable que a veces se le quebrara la voz. En ese momento, ese día en especial, yo tenía el control de la situación y me sentía bien.
Cuando llegamos a la casa de P este distribuyó las piezas, pero cuando llegó a nuestro triángulo, nuestro estúpido triángulo de las bermudas, él dijo que no se haría cargo, que nos las arregláramos nosotros y se fue a acostar junto a su polola E. Yo tomé entonces la pieza de los padres de P y me acosté sola, y me tapé la cabeza con una almohada y me hice la dormida. Tras un rato en que F junto al baterista, el roudy de la banda y algunos amigos, se esforzaron por mantener una conversación civilizada que obviara todas las humillaciones de la noche (y que yo podía escuchar con detalle desde la pieza) sentí un bulto a mi lado y no supe quién de los dos era –el baterista o él- hasta que lo llamaron por su nombre del comedor: era F. Después apareció el baterista y nos revolcamos sin apenas intercambiar palabras. Estuvo bueno, pero en ningún momento pude dejar de pensar en F, y por más que trataba de concentrarme en el momento, vivir el instante, no podía dejar de pensar en qué pasaría el lunes cuando regresáramos a clases, cuando lo viera y tuviera que sentarme en el mismo puesto con él, y todos mis compañeros, los quince compañeros y compañeras que teníamos, hablaran en voz baja de lo que estaba pasando entre los dos.
Él se durmió en el sillón, y los amigos del baterista (que de seguro estaban super calientes, porque podía escucharlos espiar tras la puerta e intercambiar comentarios de por qué su amigo era el único que gemía y a mi no se me escuchaba ni la respiración), molestaron a F toda la noche. Le tiraron un gato, le prendían la tele o le quitaban la frazada, y yo, que soportaba entre mis piernas el miembro del baterista, que dicho sea de paso no era nada de lo que prometía, no podía dejar de sentir deseos de levantarme y decirles que dejaran de molestarlo, que si querían verme tirar que entraran a la pieza y miraran, pero que a él lo dejaran tranquilo, que lo dejaran soportar lo que le estaba haciendo -esta humillación- en paz.
Cuando volvimos a clases no me habló más. Al principio lo dejé pasar e incluso me hice la ofendida pero no resultó. Le pedí a mis compañeras que lo interrogarán pero él no decía nada. La verdad es que ni siquiera parecía desesperado como ocurrió con mi primer pololo cuando lo cambié por él. Hector, así se llamaba mi primer pololo, terminó con una depresión que le dio un dolor de cabeza a todo el colegio menos a F, a quien siempre pareció no importarle que lo odiara, ni tampoco tenía problemas en conversar largas horas después del colegio con él. En verdad no sé ni por qué hablaban pues era seguro que ninguno se sentía cómodo con el otro ¿Quién podría sentirse cómodo con un tipo que literalmente se corta las venas enfrente tuyo? Bueno, cuando Héctor se comenzó a rajar los brazos con un corta cartón delante de F, este ni siquiera se dignó a alcanzarle un trozo de papel, un paño, o una polera para evitar la hemorragia; simplemente se fue.
Pero, como decía, no me habló más. Entonces me di cuenta lo frágiles que son los corazones de los hombres, lo sencillo que resulta ilusionarlos, y lo placentero de comerlos vivos una vez que se ha enterrado el anzuelo.
La última vez que lo ví, o la vez que me hubiera gustado que fuese la última, fue para la fiesta de graduación. Estaban todos y asistió su madre, a quien yo no conocía, junto a su pareja de ese tiempo. Al padre de él yo ya lo había visto antes porque le gustaba a mi mamá, y F también me había dicho que a su papá le gustaba mi mamá, pero que él lo persuadía porque "la había visto primero" y que, "como su hijo, tenía derecho a probar a fondo a la que seria su madre"; era chistoso, porque cuando me decía "a fondo" ponía un tono que me hacía pensar inmediatamente en una penetración. Nunca supe si lo decía enserio o solo para hacerme enojar, pero si era por esto último, el tontito lo conseguía. Como fuera, la cosa es que asistió todo el mundo y yo asistí con un nuevo pololo que decidí tomar para no estar tan sola y naturalmente no verme abatida. Él llegó en la camioneta de su padre con una chica que jamás había visto y que jamás mencionó, ni a mí durante el año y medio que fuimos amigos, ni a ninguno de nuestros compañeros durante los tres meses que no nos hablamos. Saludó a los que tenía que saludar, saludo a su madre y su pareja efusivamente, con mucho cariño la verdad, y al resto de forma más distante. Cuando llegó hasta donde estaba yo solo movió la cabeza en señal de "que tal" y siguió.
En la fiesta lo observé toda la noche e incluso traté de conversar con él dentro del grupo de curso, pero la distancia que existía entre ambos era mucha. Se sentó junto a su madre y ahí si que conversaron mucho, y después de un rato se fue con su nueva pareja a las canchas del club que el colegio había arrendado. Traté de hablar con él a solas pero no se despegó en toda la noche de la chica que le acompañaba. Yo tenía rabia. Algunos minutos después llegó V a decirme que él junto a la putita que hacia de su acompañante entraron juntos al baño. Ahí si que me dio toda la ira y, como no sabía cómo desquitarme, me puse a bailar. Bailé toda la noche, me reí de todo y baile con todos. Me comporté como una prostituta y si alguno de los profes con los que baile no se hubiera controlado y me hubiera seguido el juego -pues mi forma de bailar de seguro provocó más de un miembro erecto- yo hubiese seguido hasta el final, montándome encima de cualquiera que se hubiera ofrecido, e incluso desnudándome gratuitamente. No ocurrió. Entonces me fui a la mesa del papá de él y le pregunté si sabía lo que estaba haciendo su hijo con la putita en ese mismo momento en el baño, pero cuando pronuncie la palabra "putita" su expresión, que hasta ese momento había sido cordial, se transformó en un gesto distante, y sin articular respuesta le dijo algo al oído a su pareja con lo que dijeron permiso y se levantaron a bailar.
La rabia aumentó, por lo que me dirigí a la mesa de la madre de F, pero justo en ese momento, entre un grupo grande de personas, entra la muy zorrita con él de la mano y rojitos por el polvo que recién se pegaron; entonces cambié el rumbo hacia ella y traté de decirle unas cuantas cosas a la cara, pero el alcohol que influyó en mis palabras y la bulla de la música, la hicieron creer que lo que hacía era felicitarla por el vestido. Un fiasco la verdad. El resto de la noche me quedé en la barra y de ahí mis padres me llevaron no sé cómo a casa.
Desde entonces no lo he visto más, o al menos es eso lo que puedo decir. Sí, no lo he visto más, nunca más. Y si llego a saber algo de él, bueno, le diré que se vaya a revolcar con la putita de ese día, a ver si ella leyó a keruack, a ver si ella se lo hace como yo se lo hacía, a ver si le aguanta todo lo que yo le aguanté.
Sinceramente espero que si se fue a Valparaíso, como era su intención, el bus haya chocado, o le haya caído un avión, o un enorme rayo, para que termine siendo lo que siempre tuvo que ser: una enorme, tonta y tierna mancha en el pavimento de un camino a ninguna parte, a ningún Valparaíso, a ninguna universidad, a ninguna nada. Sí, eso, a nada.

Monday, November 13, 2006

Esto es una reconciliación.

Esto es una reconciliación conmigo mismo, esto es la nueva partida. El blog fue en un inicio borrado y, tras un intento de reflote, hundido en la indiferencia de quien escribe. Ahora es mi nueva oportunidad, la forma de encontrarme -si es que eso es posible- y entregar una parte de mí a la estática de la red.
Eso y casi nada más.
Algunas promesas: a lo menos dos actualizaciones al mes; fotos propias; temas que realmente me interesen; privilegiar la escritura automática –sin descartar otras cosas masticadas; ser lo menos honesto posible; subir las antiguas entradas; no borrar nada.
Mi aporte a la estática de la red como el comentario descartable, pero no tanto. Los textos como el residuo de una voz que no cuaja.
Eso más las solemnes disculpas de nada, igual: todo.

Wednesday, October 04, 2006

Wednesday, September 13, 2006

MANTO DE COBRE.


Observo el mural de cobre de Elisa Aguirre y fabrico mi Polaroid mental de éste. Una estructura de cobre que explora las distintas formas en que la escultora ha trabajado a lo largo de su carrera. Estoy en la estación Plaza de Armas del Metro y lo miro desde la mejor posición: el andén sur.
Sus dimensiones –22 metros de largo por 3,40 de alto- impiden que sea apreciada en su totalidad desde cualquier otro punto de la estación, como reclamando una relación geográfica específica entre obra y espectador: la primera en el norte, el segundo en el sur.
Pienso en la materialidad del mural. Pienso en su carga poética y en como la escultora narra en tres “episodios” tres etapas del proceso de extracción del cobre. Pienso en cada uno –cada panel- como una obra independiente. Pienso en su autora y lo que dice al respecto: “...el panel izquierdo, el de los cañones, tiene que ver con las explosiones, con el proceso de extracción; el de la derecha refiere al proceso más industrial, mientras que el del centro tiene que ver con la oradación, la huella en la tierra”.
La huella en la tierra como la huella que un cuerpo deja sobre la arena y que parece remitir sin mayores preámbulos al dolor, y donde el material es el principal catalizador para un dramatismo que aparece como la consecuencia de un hecho de distancia insondable o mítica que motivara su construcción, dotándola de un carácter testimonial que recuerda hechos de nuestra historia reciente –la nacionalización del cobre y sus costos por ejemplo. Pienso en su relación con artistas como Guillermo Nuñez o Patricio de la O, ligados por medio del dolor y el terror a un norte chileno de pesadilla. Pienso en la sequedad que envuelve el mural de cobre y repito a los mismos artistas esta vez acompañados de sus obras: Las serigrafías de Nuñez como la acción de terceros en su cuerpo. Las pinturas de Patricio de la O como la imposibilidad de mirar el paisaje nortino sin una reducción cromática.
Pero esto es hilar fino.
Esto es especular.
Estoy frente a Elisa Aguirre y le pregunto casi de despedida a que influencias remite su “Manto de Cobre”. Sin pensarlo dispara: “Juan Egenau, Federico Assler, Francisco Gazitúa, Marta Colvin”. Apurado le hablo del vínculo que para mí tiene su mural con una obra de Assler emplazada en un edificio en la calle Agustinas, cerca del cerro Santa Lucía. Ella asiente y me dice que también le gusta, que “pareciera que sostiene el edificio”, aunque esto último tal vez lo dije yo.
La sutileza de Assler como punto en común con Aguirre. El “Manto de cobre” más que sostener se acopla a la estación, fiel a las intenciones de su autora, la que buscaba “que no fuera una cosa ajena sino que se integrase”; lo que no es menor si vemos que la mayoría de las obras públicas buscan una ruptura con el entorno de resultados muchas veces lamentables.
El “Manto de cobre”, llamado así en relación a una jerga minera con la que se denomina una veta superficial, es la primera obra de Elisa Aguirre en un espacio Público.